Y todo vuelve a comenzar
Viernes noche. Hall de la estación de una ciudad cualquiera, de esas que no aparecen nunca en los cuentos, una ciudad con niebla, gente en gabardina y luces parpadeantes. Es un otoño atípico, ora sofocos, ora escalofríos. También es otoño en nuestros cuerpos, aunque nos creamos primavera. Una ciudad más bien pequeña con ganas de crecer. Una ciudad cómoda, que mejor amarla para atreverse a reconocer su encanto. Una de las cuatro amigas se ha cruzado el país para ver a las otras tres, dos de las cuales viven en esa ciudad cualquiera. Se han puesto guapas, una viene de la peluquería, la otra del gimnasio. La otra vendrá mañana de las montañas con su queso, sus botas con plantillas y su vino biodinámico, en su coche, con luz natural. Ha perdido a su padre hace nada y sabe que hablará poco de ello, pero que será suficiente para sentirse arropada.
Las dos autóctonas se abrazan minutos antes, fuera de la estación, y anticipan lo que saben que será un encuentro bonito. Están tan nerviosas como expectantes. Aunque saberlo no les da garantías de nada. Prefieren no regodearse en ninguna emoción, al fin y al cabo, han aprendido que todo pasa y que aquello también pasará, pero por lo pronto, está por pasar. Ni piensan en tiempos verbales.
Llega la que se ha cruzado el país, y en el hall ya arranca la risa llanto, los ojos se achican y chispean, las risas, las palabras, los abrazos, el contacto, el recuerdo, la realidad. Pensaba que eras más alta, tía. Y tú estás igual. Qué va, mira esto y aquello. Estáis guapísimas. ¿De dónde partimos, dónde lo dejamos, qué somos ahora? ¿Cuál fue la última vez que estuvimos juntas? Ah sí, allí, sí, entonces, aquello, tal y cual. Nosotras y no otras. Las cuatro, bueno, aún somos tres… Pero ya empezamos a ser uno. La que llega nos cuenta la cotidianidad de lo recién sucedido en el tren, el frío, el viento de afuera, la velocidad de los gestos, la calefacción luego a tope, me quito el jersey, me lo vuelvo a poner, cuando pasa el revisor, le pido que la baje un poquito por favor, me voy de un extremo a otro, arriba abajo, venir, marcharse, frío, calor, vivir, morir. Nos reímos ya en seguida. El qué tal cómo estás es una inspección de los sentidos de una con las otras. Un volver a lo humano reptiliano. Y no hay manera de dejarse de mirar ni de quitarse la alegría de la cara. La alegría. Esa por lo que pagamos cada vez más y que (esto es un secreto), se encuentra en cosas tan simples como arrastrar una maleta llena de cervezas artesanas y abrocharse el abrigo porque de repente, te sacude una ráfaga de aire frío, pero estamos, todas, con las mejillas sonrojadas y las pupilas chispeantes.
Y todo vuelve a comenzar, la más graciosa seguramente, la que hace malabares con las palabras, nos pinta una realidad policromática tan poética. La más cautelosa de vez en cuando estira su cuerpo y se masajea las cervicales.
Ya en la casa dejan los bártulos, dormid como queráis, esto es lo que hay. Se quedan de pie un rato, inspeccionándose, reconociéndose, hurgando en la memoria algo que las ancle a las que fueron. Me encanta tu casa. Preparan la mesa, redonda, sin esquinas ni ángulos, lo sacan todo, pican, abren las botellas, van hablando y la vida se convierte en un vals de gerundios que van y vienen, en un presente continuo, se ríen, preguntan. Sin tapujos. Ostras, por dónde empiezo. ¿Cómo resumo tantos años? ¿Desde dónde cuento? Y aquello otro... qué omito, qué resumo, qué me salto. Quieren explicarlo todo, pero ante la imposibilidad, suspiran. Y notan cómo las palabras ya no les pertenecen. Ya están las cuatro. Y bailan a un compás perfecto. Hay poco tiempo, aunque ha dejado de existir. Cada una pone en esa mesa sus recuerdos, sus sensaciones, le habla a las demás de una misma, siendo otra, de lo que pasó con ellas, de cómo murieron y volvieron a nacer, siendo qué… Puede que lo descubran en ese mismo instante, los puntos de inflexión, sin darles nombres técnicos, ni sintaxis rimbombantes. Lo mejor es empezar por los recuerdos, París, y como el que no quiere la cosa, cuelan alguna analogía con algo que solo le haya pasado a cada una de ellas. La escritora tiene una memoria horrible para los hechos lógicos, ha aprendido a desechar lo traumático y lo colindante a lo traumático, pero por suerte están las demás, es capaz de recordar sensaciones concretas, chispazos, miradas, detalles irrisorios que dejan de serlo cuando se convierten en palabras, onomatopeyas, chasquidos, la magia del lenguaje aliñada con lo que hay sobre esa mesa redonda que va cambiando de gustos y olores.
Cuatro amigas que se conocieron en París veintiocho años atrás, encerradas en un piso de barrio cualquiera, espacioso, agradable, de luz cálida, decorado con buen gusto.
Pero no se repite nada, nunca es lo mismo y todo es igual.
Ritmo natural de la conversación, anhelantes de contarse tanto en tan breve tiempo, no se entrecortan porque pueden más las ganas de escucharse, de mirarse, de impregnarse de toda esa masa de átomos que tengo en frente, a un lado y al otro, esa materia llamada persona. Pero no una clásica, no una persona clásica, poco tienen de máscara ninguna de ellas, en ese encuentro hablan desde algo que tal vez no exista ni siquiera dentro de ellas, pero que está en consonancia con el universo, sin ansias de trascender ni de querer desembocar en ningún otro sitio, anhelan permanecer ahí, en un presente que se escurre, como siempre, que transcurre, que ocurre y construye recuerdos susceptibles de convertirse en una ficción. Atentas las unas a las otras, a una le dan ganas de arrancar el reloj de pared, amenazante, soberbio, siente que puede detener la rotación de la tierra, que no existe mañana, ni obligaciones, ni trabajo, ni maridos, ni hijos, solo amantes, lo que han secretado y solo puede ser compartido entre esas cuatro paredes. A veces se callan, una se tumba o se va al baño, o sale afuera, y luego vuelve al círculo, se engancha a la conversación, otra tiene frío y se tapa, otra escorcha otra botella. Y se ríen y de la risa surgen mariposas de colores, mariposas que ya no existen porque a fuera se las han cargado, pero de repente renacen y no de los gusanos que podrían surgir de los botes de cereales o paquetes de harina olvidados en algún rincón de la alacena. No, son mariposas mágicas, hermosas, de un paraíso particular, son mariposas que se detienen en algún punto de sus bonitos cuerpos y abren grandes las alas para que las contemplemos. Otra se pone un poco mala y se retira. Y se retiran todas.
Cuánta verdad hay en eso. Imaginarlo es crearlo, incluso sentirlo, revivirlo, recordarlo, pasarlo de nuevo por el corazón, eso es lo que significa recordar, pero ahora lo están viviendo, lo están creando para luego, tal vez, ser recreado.
Y ahora mismo (ya es otro ahora), la escritora, ya sola en esa mesa redonda, enorme y vacía, con todo en su sitio y el lavavajillas por vaciar, se pone a teclear esto. En silencio. Todavía no quiere volver. Se han quedado las voces, las medias palabras, los puntos suspensivos, las carcajadas, los cuchicheos, las confesiones, los sueños y las bromas. Se han quedado aquí, entre estas cuatro paredes, y la escritora, privilegiada, no sabe qué hacer con tanto amor, no quiere volver a la realidad… que, aunque le gusta, sabe que es una realidad con etiquetas, con roles, con norte y sur, con errores y aciertos, con trenes que traen y llevan y dedos que teclean y tocan y sueñan y abrazan incluso en la distancia más equidistante y escribe como solo en ese estado ella sabe hacer, desde el más profundo y hermoso deseo de inmortalizar lo que ya fue.
Pausa.
A estas alturas de la película, cada una ya en su casa, en su lejanía, exhaustas y satisfechas por igual, como por arte de magia, siguen creando gerundios. Soñando sin dormirse hasta que se duermen y todo vuelve a comenzar. Pero ahora siguen siendo uno. Aún.
Fin.